miércoles, 28 de mayo de 2014




Europa y la Socialdemocracia.



Artículo aparecido en "Sesión de control" el miércoles, 28 de mayo de 2014.

Hoy, todavía, Europa es lo más parecido que hay a la socialdemocracia . Incluso, Europa es socialdemocracia. Se podría replicar que la construcción europea fue un éxito conjunto de democristianos y socialdemócratas, con los primeros al frente de más gobiernos durante las décadas iniciales de postguerra. Pero no es menos cierto que aquellos viejos cristianodemócratas, humanistas democráticos con sentimiento social, han sido reemplazados por agrios conservadores hijos de la revolución neoconservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y que cuentan con nuevos amigos en su propio seno o a su derecha, ya sean viejos y siniestros conocidos europeos como hemos visto en Grecia, y como estamos viendo crecer mucho en Francia o los Países Bajos, o una derecha fundamentalista y ultraconservadora a imagen de la que en Estados Unidos se autodenomina ‘tea party’.
Una derecha que la profunda crisis económica y social que estamos viviendo está poniendo en evidencia, demostrando lo poco tiene que ver con la que contribuyó a construir el estado del bienestar europeo. Mientras, por contra, la socialdemocracia sigue manteniendo intactos los principios y valores de entonces, convertida, como decía Tony Judt, en la prosa de la política europea contemporánea, lo cual constituye su principal problema, su éxito sin épica.
La combinación de crisis económica y supuesta crisis de la socialdemocracia nos obliga a responder con valentía. La izquierda no supo reaccionar con determinación a la crisis financiera de 2008. Esta crisis ofrece la oportunidad de quitarnos de encima las complicadas y vacuas definiciones acuñadas por la ‘tercera vía’ de Tony Blair en su intento de construir un pensamiento progresista compatible con la desregulación financiera y con la globalización en un marco neoliberal. Un camino que sólo sirvió para distribuir, y hacerlo de esa manera, la riqueza creada en unos años de prosperidad insostenible.
Vivimos tiempos de crisis social, de pérdida de calidad de vida y bienestar, de voladura controlada del sistema de igualdad de oportunidades que tanto costó construir, de abandono de la sanidad y educación públicas, de paro desbocado. Tiempos de inseguridad e incertidumbre en los que a pesar del indecente espectáculo protagonizado por el sistema financiero y sus gestores, los mercados han logrado imponer políticas sin debate democrático alguno con el fin de rescatar al sector financiero del desastre provocado por la desregulación que antes logró imponer.
Las consecuencias de esta crisis demuestran que nunca como en estos años había estado la política tan sometida a los intereses económicos de unos pocos. Este sometimiento ha provocado la mayor crisis de la construcción europea desde su creación porque Europa es justamente lo contrario: el sometimiento de la economía a un fin político, la convivencia democrática en libertad bajo nuestro modelo de bienestar social. Tras la Segunda Guerra Mundial Europa puso la economía –el carbón y el acero primero, el mercado común después, el euro…- al servicio de un gran sueño. Y esta crisis provocada por la desregulación ha puesto todos los sueños políticos, ciudadanos y de convivencia al servicio de un paradigma económico injusto e insostenible.
La combinación de crisis económica y una derecha más alejada que nunca de los valores humanistas de la ilustración, como apunta Tzvetan Todorov, ofrece una oportunidad irrepetible a la izquierda europea para construir una alternativa creíble. Un inmenso reto porque en la práctica, salvo honrosas excepciones, socialdemocracia sólo ha habido en Europa. Pero las cosas han cambiado también fuera de Europa, y mucho.
Dany Rodrik en su famosa paradoja que ya hemos citado varias veces señala la imposibilidad de conciliar tres elementos: democracia, soberanía nacional y globalización, teniendo que optar como máximo por dos. Democracia y soberanía llevan al aislamiento y la autarquía. Soberanía y globalización a ¿China? Si apostamos por la primera y la última, democracia y globalización, debemos convertir esta globalización en el campo natural de actuación de nuestra imperfecta Europa, reubicando en Europa la soberanía perdida por el Estado nación.
Esa alternativa exige, no obstante, tomarse en serio de una vez por todas el proyecto de construcción europea, y hacerlo tomando decisiones que lo transformen. Hay que asumir que una Europa de 28 miembros –pronto serán más- puede conducir rápidamente a un proceso de geometría variable en el que sólo unos pocos Estados profundicen en todo aquello imprescindible para volver a poner la economía al servicio de los ciudadanos.
En el ámbito económico, la Unión Europea, y más aún los países que conforman el euro, debe ser capaz de cerrar el deficiente diseño de lo que sólo es una unión monetaria. La unión fiscal y la unión bancaria ya en marcha deben tener un contenido diferente al que hasta ahora la derecha ha avalado desde su tutela permanente. Hace falta una armonización fiscal con impuestos y tipos marginales equiparables, un mecanismo de mutualización y solidaridad financiera y de la deuda como en cualquier unión federal –eurobonos, Tesoro, un presupuesto europeo eficaz y transparente, recursos propios, tasa sobre transacciones financieras…-, un BCE comprometido con el crecimiento y el empleo, y una regulación y supervisión bancaria con garantías también mutualizadas, tanto para la resolución de entidades fallidas como para los depósitos.
Y probablemente también, abrir el debate a nuevos espacios como el de las políticas que un presupuesto federal europeo debería financiar desde el principio de solidaridad, y en qué cuantía, o por ejemplo el talento –capital humano y tecnológico- y los elementos que garanticen la competitividad en todo el territorio comunitario. Porque del mismo modo que el sur, por ejemplo, necesita la credibilidad tomada prestada del norte para sostener sus finanzas, el norte necesita el inmenso mercado mediterráneo para soportar su industria y sistema productivo.
La política económica de dimensión europea está obligada a concentrar sus esfuerzos en educación e I+D+i, política industrial y energética, y a hacerlo desde la doble perspectiva de la sostenibilidad, tanto social como medioambiental. Exactamente lo contrario de lo que la derecha española y europea está eligiendo como camino, sin competir “hacia abajo” sino peleando para garantizar el éxito de nuestro modelo de sociedad “hacia arriba”.
El Parlamento Europeo debe ser la sede del control político de todas las políticas comunes. Ese es el camino para dar respuesta a las dudas de muchos como Daniel Innerarity , que denuncia con razón que la integración europea es un proyecto liderado y modulado por las élites sociales, políticas y económicas europeas con un sesgo tecnocrático excesivo y que eso no puede seguir siendo así. Innerarity cree que es inconcebible una política europea que haga frente a los inmensos retos que hoy afrontamos y que permita salir de la profunda crisis en la que estamos, sin el respaldo explícito de la población europea, de la ciudadanía.
La izquierda sólo cuenta con una única formación política organizada a escala europea, el Partido de los Socialistas Europeos. Los socialistas tenemos que convertirlo en un verdadero partido político. Un partido que sirva de referencia para la amplia panoplia de partidos de izquierdas con escasa o ninguna articulación a escala europea, y que al mismo tiempo se vuelque en la propuesta de políticas de dimensión europea destinadas a impulsar el crecimiento y el empleo, reducir las desigualdades y desequilibrios económicos, sociales y regionales, y convertir el modelo social europeo en seña de identidad y garantía de éxito y competitividad. Unos objetivos complementados asumiendo la inevitabilidad de las propuestas socialdemócratas en lo fiscal –unión fiscal, eurobonos-, falta avanzar por la vía de los ingresos, y financiero –unión bancaria, incompleta-, y reivindicando que la estructura de bienestar social europea debe comunitarizarse.
Claro que en lo social se debe amarrar antes, con mayor solidez que la presente, un compromiso común de la izquierda respecto a lo que debe ser una verdadera unión social. Un compromiso imprescindible que defina los elementos básicos que hagan de Europa la región más poderosa en bienestar, igualdad de oportunidades, dignidad vital, de manera compatible con la excelencia de sus empresas que son las que generan la riqueza sobre la que todo se sustenta como hemos logrado en las sociedades escandinavas, por ejemplo.
Algo sigue fallando cuando la solidaridad se defiende preferentemente para los nacionales de un mismo país. Sin duda la percepción de ciudadanía común europea, de pertenencia a un mismo espacio, de compartir un origen y un destino, todavía deben desarrollarse mucho más.
En lo social, la falta de proyecto común izquierda europea, las políticas de “empobrecer al vecino” -’beggar thy neighbourg’, en el inglés original-, se practican con excesiva frecuencia en el seno de la Unión Europea debido a las imperfecciones institucionales existentes y a la supremacía de valores conservadores. Y también debido a la hegemonía de los marcos de referencia de la derecha que culpabilizan al sur de todos sus problemas, sean o no los responsables de los mismos.
A partir de 2014 hay que ir más lejos de lo que han propuesto durante la legislatura europea 2009-2014 el Partido Socialista Europeo (PES) y el grupo Socialistas y Demócratas (S&D) en el Parlamento Europeo para salir de la crisis, crecer y hacer frente al austericidio al que nos obliga una derecha ya sin argumentos. Pero atenuar o acabar con la austeridad, sin más, no implicará crecer como ya hemos argumentado. El crecimiento retornará cuando nuestra economía produzca de nuevo bienes y servicios competitivos utilizando los recursos ociosos existentes y los que se generen invirtiendo y a través de la educación, de la I+D+i, aumentando el potencial de crecimiento. Una economía sustentada en empresas sólidas e innovadoras con un nuevo énfasis industrial. Crecer exige ser competitivo a escala global.
La construcción del Estado de bienestar se fundamentó en el crecimiento, y ese debe volver a ser el objetivo de la izquierda, crecer, defender un modelo propio que priorice el concepto de desarrollo económico frente a la cruda idea de crecimiento sin más, sin atender a sus limitaciones y consecuencias. Un modelo claro, que asuma un entorno con retos estructurales como la globalización, el desempleo post-burbuja inmobiliaria con escasa formación, el endeudamiento o el envejecimiento de la población, elementos que exigen propuestas valientes.
A escala global, sólo Europa puede salir de la crisis por una senda progresista que conduzca a un futuro, o cuando menos a un nuevo ciclo económico, de crecimiento y mayor cohesión social y bienestar, que luche contra el aumento de la desigualdad. Si no se logra establecer un paradigma común norte-sur socialdemócrata, dentro y fuera del euro, será difícil reforzar el papel político que la izquierda pueda desempeñar en el próximo doble ciclo económico y político, no sólo en Europa sino también en el resto del mundo.
En el ámbito institucional la izquierda debe ser la vanguardia que confronte y detenga la resaca soberanista que amenaza Europa, y que exige la renacionalización de políticas hoy comunitarias o la generalización del intergubernamentalismo. Para ello es necesario reformar sus instituciones para dotarlas de verdadera esencia democrática y de capacidad de control ciudadano, oponiéndonos a su vez a cualquier retroceso. No tiene sentido debilitar permanentemente el procedimiento comunitario –la unión bancaria en su apartado de resolución, por ejemplo, en el Consejo Europeo de diciembre de 2013- o suspender Schengen cada vez que se organiza una cumbre financiera en una ciudad importante como ocurrió en Barcelona en abril de 2012 -las libertades fundamentales europeas no deben ser condicionales-.
La derecha ha impuesto que los acuerdos alcanzados en el Consejo entre gobiernos –intergubernamentalmente- eclipsen el trabajo de la Comisión Europea y condicionen en exceso la capacidad del Parlamento Europeo para participar en las mismas a través del procedimiento de codecisión. Todo ello debilita el ya de por sí limitado sistema de garantías democráticas del proceso de toma de decisiones de la Unión. La situación es casi crítica porque si no se lograr dotar de contenido político perceptible por los ciudadanos el trabajo diario del Parlamento Europeo, y si los ciudadanos siguen expresando su voluntad política principal en las elecciones a unos Parlamentos nacionales cada vez menos capaces de seguir y participar en el debate europeo, el futuro de Europa, en un futuro no muy lejano, quizá converja hacia una unión o alianza de Estados de tipo confederal frente al objetivo federal que hoy la sustenta.
La izquierda europea debe también luchar al unísono para seguir profundizando en la construcción de la ciudadanía europea, explicando con claridad en que consiste. Una vez más, sin percepción real y objetiva de lo que representa, carecerá de relevancia y tangibilidad política. La ciudadanía europea es una necesidad perentoria en una sociedad multiidentitaria de vocación laica en la que cada uno tiene derecho a sentir muchas cosas a la vez. Hay tanto por hacer, por ejemplo, Europa debe garantizar la última instancia judicial no sólo en derechos y libertades fundamentales como hace ahora en la institución hermana de la Unión, el Consejo de Europa en Estrasburgo, sino también en derechos económicos y sociales. Probablemente, tengamos que aligerar y superar nuestros problemas lingüísticos priorizando el inglés como segunda lengua comunitaria y vía de comunicación común.
La socialdemocracia tiene que lograr que su actuación en Europa sea coherente con los objetivos últimos de construcción de una Europa federal, de una verdadera unión política con todas sus consecuencias, como un servicio exterior y un ejército europeo donde se comparta, básicamente, todo. La construcción de una Europa unida y el sueño socialdemócrata de una sociedad democrática, justa y próspera han sido los motores políticos de nuestros últimos cien años.  Europa será socialdemócrata o no será.
(Este artículo sobre “Europa, austeridad y nuevo rumbo”  se desarrolla en el capítulo 11 de ‘Ser Hoy de izquierdas)



lunes, 5 de mayo de 2014




Patriotismo progresista


Artículo aparecido en "Sesión de control" el domingo, 4 de mayo de 2014.

Quizás algún día se pueda abordar la cuestión de los símbolos democráticos fallidos, como el himno o la bandera, sin duda de difícil resolución.
La crisis económica que vivimos y las crisis que como consecuencia de la misma se han abierto, en lo social, o se han ampliado y reanimado, en lo territorial, y generan pesimismo sobre nuestro futuro y desafección con nuestro sistema político e institucional.
Hoy somos conscientes de los logros acumulados y consolidados en los ya más de 35 años de democracia, pero también de los errores y elementos que deben ser corregidos. Uno de esos espacios imprescindibles incompletos es, por ejemplo, el de la simbología democrática.
La España democrática no la logrado construir una simbología que la represente en sus diferentes facetas, ni con sus símbolos identificativos -bandera, himno-, ni con el establecimiento de festividades civiles compartidas y sentidas por todos. Es verdad que venimos de un pasado particularmente gris en este ámbito, y que vivimos en un país sin tradición de símbolos que se identifiquen con la identidad nacional, por decirlo de alguna manera, como la bandera. Pero es que en democracia no hemos sido capaces de lograr ni lo que el Movimiento Nacional y el Nacional-Catolicismo lograron con el 18 de julio como fiesta “civil” del franquismo.
Durante la Transición, los que la recordamos aunque fuéramos niños, recordamos cómo la extrema derecha y lo que quedaba del régimen agonizante pero que todavía daba mucho miedo, y la derecha en general, nunca dejaron de enarbolar la bandera que con un escudo diferente después se convertiría en constitucional. Una bandera contra la que crecimos y que en el imaginario colectivo competía y sigue compitiendo con la tricolor republicana, bandera que sigue simbolizando idealistamente la injusta y dura derrota de aquel gran sueño democrático.
Bandera, la nacional, que compitió en buena parte de España durante la Transición con el resto de banderas españolas, sobre todo la ikurriña y la senyera. Banderas que el mismo régimen persiguió y cuya normalización en la Transición provocó mucho más entusiasmo en los nacionalistas, e incluso en la izquierda, que el continuista cambio de escudo consecuencia de las cesiones de ambas partes en el consenso constitucional. La bandera de la Europa Unida, incluso, nos ha servido y mucho.
Pues bien, esa realidad se ha transmitido a la siguiente generación hasta el punto de que solamente el deporte, en especial el fútbol y las victorias de la selección española han logrado verdaderas exhibiciones masivas colectivas de la bandera constitucional. Hoy todavía la derecha se envuelve en la bandera nacional, con o sin escudo, incluso con algún águila bicéfala, para acudir a sus convocatorias, no importa que sean manifestaciones a favor de un modelo específico de familia y contra el matrimonio de personas del mismo sexo, en contra del aborto, protestas de todo tipo contra gobiernos de izquierda, o para celebrar las victorias electorales del Partido Popular. No importa lo que les convoque a los ciudadanos de derechas, ahí van con la bandera. Así se comprende que en las grandes concentraciones de la izquierda, por ejemplo contra las reformas laborales, en contra de la guerra de Irak o en apoyo de determinadas huelgas, la bandera brille por su ausencia, y no digamos en las Comunidades Autónomas en las que existen fuertes sentimientos identitarios. Y no digamos ya el himno, cuyo problema es que no tiene letra y que tampoco se cambió en la Transición.
Un fracaso el de los símbolos de difícil solución, y sirve para mostrar la complejidad de nuestro sistema democrático y para poner en evidencia algunos de sus problemas y asignaturas pendientes.
La mitología civil de nuestra democracia tampoco ha sido muy afortunada Elegimos concentrar los fastos el 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar que coincide con el de llegada de Cristóbal Colón a América, un guiño al pasado y a la nostalgia de una España que ya no existe y que nadie o muy pocos añoran, lo que otra España proyectó en el mundo en un momento histórico que nada tiene que ver con el presente, y en cualquier caso no una referencia de futuro de convivencia y democracia como es el 6 de diciembre. Un 6 de diciembre que el gobierno del PP ya ha anunciado que puede llegar incluso a cambiar de día para y celebrarse el 5, el 8, o el día que sea para evitar que contribuya a crear un puente.
Este hecho se mezcla con otra realidad, la confesionalidad cristiano católica prácticamente absoluta y omnipresente de las celebraciones institucionales. Hay infinidad de ejemplos.
Ante este desierto simbólico colectivo los ciudadanos se han refugiado en los elementos identitarios locales y regionales, exacerbándolos casi siempre, la mayoría también de origen cristiano-católico.
Cierto es también que en la izquierda, al menos la española, no hemos sido nunca demasiado de banderas, que nuestra bandera son los derechos, las instituciones, y nuestra patria las libertades . Pero ello no quiere decir que no tengamos necesidad de poder expresar por algún cauce de vez en cuando nuestro patriotismo progresista.
Un patriotismo progresista en el que, en palabras de Javier Fernández, presidente de Asturias, “la España de los símbolos, los signos y las banderas nos importa menos que la de los hombres y mujeres que trabajan, estudian, que llora o que ríen en ella”. Una España en la que debemos sacar partido simbólico y como elemento cohesionador y de progreso a elementos como nuestro idioma común, el castellano, un buen símbolo, que es lo que compartimos y nos proyecta a América y al resto del mundo, es eso y no tanto el descubrimiento y la llamada conquista del 12 de octubre.
Es nuestra historia plural y objetiva, el patrimonio cultural, la ciencia o el cine que producimos, o nuestros grandes artistas y escritores como Goya, Picasso o Cervantes, en un país europeo y rico, en el que las diferentes culturas y lenguas españolas conviven como acostumbra a recordarme el diputado por Girona del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) Alex Sáez Jubero, porque la lengua materna de muchos españoles no es el castellano. Es nuestra diversidad como identidad estratégica para afrontar el futuro. De nuevo, en palabras de Javier Fernández: “somos menos partidarios (los socialistas) de las identidades fuertes que de las identidades múltiples, yo vengo de una tierra en que las identidades se suman, no se restan, pero en un mundo cosmopolita, nosotros construimos nuestra identidad nosotros elegimos nuestra identidad”.
Una realidad que constituye un verdadero problema en un país como el nuestro en el que todo se politiza y todo sirve para alimentar el enfrentamiento. Una realidad en la que el carácter plurinacional complica la búsqueda de una solución simbólica a esta carencia, como demuestran incluso las cada vez más difíciles relaciones entre el centro y la periferia en palabras de Josep Ramoneda.
El patriotismo progresista puede ser interpretado como una versión o un aspecto del republicanismo cívico de Philip Petit que, como apunta José Andrés Torres Mora, explica quiénes somos –la izquierda- políticamente, destacando la importancia de tener una idea de Estado, algo fundamental en la izquierda y a lo que no siempre ha prestado la atención suficiente, porque la izquierda hunde sus raíces en el discurso económico, la redistribución, la trayectoria del socialismo democrático y la construcción del estado del bienestar.
Un Estado en el que desde la izquierda se debe defender la idea de no dominación, entendiendo el ejercicio de libertad como el de esa no dominación, con el fin de desplegar instituciones capaces de explotar al máximo el potencial de una ciudadanía cada vez más crítica y diversa para lograr también como objetivo socialdemócrata centrar el discurso económico en un espacio nuevo, el de un proyecto económico claro alternativo al de la derecha basado en ideas como la de la predistribución como garantía de una asignación justa antes de la intervención correctora de los poderes públicos –en lo que sería la redistribución-.
La identidad política de la izquierda, su patriotismo, es la del valor público, las instituciones públicas, los derechos y libertades que garantiza el Estado de Derecho, es Europa.
España es un país con una gran diversidad. Desde esa diversidad debemos seguir construyendo una idea de ciudadanía como expresión de libertades y derechos públicos, de orgullo patriótico por nuestras instituciones desde el nivel local hasta el europeo y en el futuro también a escala global, y nunca de identidades oficiales. Un patriotismo progresista que, quizás, algún día pueda abordar la cuestión de los símbolos democráticos fallidos, sin duda de difícil resolución.

(La idea de "Patriotismo progresista" se desarrolla en el capítulo 6 de mi libro, 'Ser hoy de izquierdas')