Economía: estancamiento y frustración secular.
Artículo aparecido en "Fundación sistema" en el número de abril de 2016.
Un año después del penúltimo salvamento de la eurozona por Mario Draghi y el Banco Central Europeo (BCE) con la puesta en marcha del plan de compra de activos –quantitative easing (QE)–, 720.000 millones de euros de liquidez inyectada en un año, las dudas sobre el crecimiento y el miedo a la deflación siguen con nosotros.
En la Unión Europea los consumidores dudan, la inversión no repunta como en otras recuperaciones, el crecimiento flaquea y los mercados languidecen mientras caen los indicadores de confianza.
El pesimismo no es sólo europeo, la situación en China y en un número importante de economías emergentes es muy preocupante, la caída del precio del petróleo y de las materias primas y el deterioro del comercio internacional muestran que la economía global no se ha recuperado de los estragos generados por la crisis y que en su conjunto sigue sin saber encontrar una fórmula que conduzca a la estabilización de tasas de crecimiento sostenibles.
El sistema financiero, de nuevo, emite señales de alarma, y no sólo como consecuencia de los bajísimos tipos de interés que sin duda dificultan su rentabilidad. En Europa persisten las dudas sobre la calidad de los préstamos y activos del sistema bancario y sobre la suficiencia de su capital; el rescate “a la italiana” de la banca de ese país en enero de este año o los gravísimos problemas del Deutsche Bank en Alemania son el último episodio de esta historia a la que la incertidumbre económica no hace sino prometer nuevos sobresaltos.
Tal y como indican la experiencia europea y japonesa, las dudas acerca de la suficiencia de la política monetaria para incentivar el crecimiento arrecian. Hasta la OCDE, último refugio de la ortodoxia macroeconómica, cree que la política monetaria es insuficiente para garantizar el crecimiento y que es necesario un claro impulso fiscal –inversor aprovechando los bajos tipos– y de reformas para promover el crecimiento de la productividad y el empleo. La OCDE teme que un nuevo shock financiero global, provocado por el miedo a que los elementos que han sostenido el valor de los activos en los mercados financieros desde la crisis se debiliten, vuelva a impactar sobre la economía real.
Todos estos elementos explican la paulatina corrección a la baja de las previsiones de crecimiento para este año y el que viene. La caída del comercio internacional va a repercutir en las exportaciones, al tiempo que los efectos del “viento de cola” del último año –tipos de interés bajos, depreciación del euro y caída del precio del petróleo– van a ir mitigándose. La volatilidad, con todo, es muy alta como muestra el último rebote al alza del precio del petróleo.
En nuestro país, si bien es cierto que la economía española crece más que la media, como nos recuerda el Gobierno en funciones casi a diario, ello se debe a que todavía sigue lejos de recuperar el PIB destruido durante la crisis, aún queda un 40 por 100 por recuperar.
Este hecho es una prueba más de la paradoja del crecimiento en las economías maduras. El estancamiento secular, tal y como lo definió Larry Summers, no es sino la constatación de que no es posible crecer a medio y largo plazo por encima de tasas cuyo techo viene marcado por el crecimiento de la productividad total de los factores (PFT). A corto es muy distinto, los ciclos marcan la pauta, creando las condiciones para destruir renta y luego crecer por encima del potencial en tanto existen recursos ociosos –el elevado nivel de desempleo español por ejemplo–. En España la destrucción de empleo desde el comienzo de la crisis ha provocado un aumento de la productividad aparente –valor añadido por hora trabajada– debido al intenso proceso de ajuste de plantillas vivido, pero no de la PTF –calculada como la variación de la producción que no se debe al incremento del capital ni del empleo–. Ello muestra un deterioro estructural de la capacidad competitiva de nuestra economía desde el comienzo de la crisis que sólo podría haber comenzado a corregirse en el último año.
La economía japonesa es probablemente el mejor ejemplo de este paradigma. Una economía señalada durante décadas como la de un país enfermo, pero que, sin embargo, representa el mayor grado de evolución y desarrollo de las economías de mercado. Sin restar importancia a algunos de sus problemas –nivel de endeudamiento, envejecimiento de la población– Japón ejemplariza lo que sucede cuando una economía muy desarrollada alcanza el pleno empleo –nunca recurrió a la inmigración para ampliar su capacidad de crecimiento– y carece de recursos naturales –energéticos– o suelo –para impulsar burbujas inmobiliarias–, de modo que su crecimiento depende en gran medida de la capacidad de su sistema productivo y de su tejido social de mejorar la productividad invirtiendo en capital humano, conocimiento y tecnología. Así, el supuesto enfermo japonés conforma la sociedad más igualitaria de la OCDE, la que mejor predistribuye –la distribución de la renta inicial previa a las actuaciones públicas redistributiva es más justa que en ningún otro país–, la que presenta mayor apego a los valores inmateriales y a la cultura –consumo–, la más longeva y la que más tiempo lleva de manera continua en prácticamente pleno empleo. Raro enfermo.
Pero regresando a Europa, y a la del Sur, donde la situación es muy distinta a la japonesa y donde queda tanto por hacer, se pone en evidencia que el Quantitative Easing (QE) no es suficiente como algunos llevamos demasiado tiempo advirtiendo. El BCE y los bancos centrales se están quedando sin opciones para sostener sus intentos de estímulo mientras la demanda languidece y la inversión privada se retrae como consecuencia del ralentizamiento global. Además, algunas economías se enfrentan a riesgos particulares: Italia a las consecuencias de su autorescate bancario; España a las del incumplimiento continuo de los objetivos de déficit por el Gobierno del PP, que le va dejar al próximo Gobierno algo más que una patata caliente como herencia: un ajuste fiscal. Grecia, Portugal, en fin…
La contención salarial, bajos salarios en definitiva, y la inseguridad en el trabajo bajo las nuevas formas de contratación explican parte del fracaso de las políticas expansivas exclusivamente monetarias, como adelantó Keynes hace 80 años cuando alertó acerca de la “trampa de liquidez”.
La devaluación interna ha sido la única herramienta utilizada para mejorar la competitividad de la economía europea. Los bajos salarios y la precariedad no han contribuido a mejorar el consumo ni mucho menos a endeudarse vía crédito en bienes de consumo duraderos, más aun teniendo en cuenta los todavía elevados índices de morosidad bancaria –y de endeudamiento–.
Si bien algunas economías europeas como la alemana o las nórdicas podrían asimilarse en algunos aspectos a la japonesa –desde luego no en cuanto a la llegada de flujos de emigrantes–, en Europa existe un grave problema de demanda que impide la utilización de todos los recursos disponibles como muestran las elevadas tasas de desempleo que apenas disminuyen. La inversión es insuficiente para garantizar tanto la demanda como la mejora de la productividad imprescindible para que la economía europea genere empleo de calidad y sea más competitiva. Según el FMI, la inversión en infraestructuras, por ejemplo, es en Europa inferior a la necesaria para garantizar su mantenimiento y desarrollo, así como el aumento de productividad. En España la inversión de las empresas en 2015 sigue siendo un 50 por 100 inferior que la realizada en 2007, mientras que el ratio de inversión sobre ventas ha caído a los niveles de 1995.
Europa y también la economía global necesitan medidas urgentes que permitan, por ejemplo, canalizar ahorro privado hacia este tipo de inversiones utilizando con inteligencia las instituciones públicas existentes (BEI, Banco Asiático de Infraestructuras, BERD…). ¿Alguien se acuerda del Plan Juncker? Europa no reacciona.
El económico es el verdadero problema de fondo de la sociedad europea, el estancamiento secular está generando una frustración secular que es el origen de la crisis política y de confianza en nuestras instituciones democráticas.
Desde la derecha se critica la política del BCE porque no acomete los verdaderos problemas de la economía europea –endeudamiento, exceso de capacidad y tamaño del Estado–, que desde su punto de vista exigen reducir impuestos y dejar más espacio para la iniciativa privada. Esta crítica olvida los problemas de crecimiento de las economías próximas al pleno empleo –de nuevo la productividad–, así como el hecho de que las economía más productivas y con rentas más elevadas no son precisamente las que menores niveles de gasto público presentan –pero sí las que disponen de cuentas públicas equilibradas en el ciclo y no subvencionan infinitamente actividades obsoletas–.
Europa debe reflexionar acerca del modelo productivo sobre el que quiere sustentar su sociedad en el futuro y sobre su modelo de bienestar. España, por ejemplo, está generando empleo de mucha peor calidad que el que la crisis destruyó. Está bien tapar los socavones de una carretera, pero no es lo mismo hacerlo con asfalto que con tierra o arena, y eso es lo que está sucediendo en nuestro mercado laboral. Sin empresas competitivas respaldadas por un marco regulatorio que garantice su crecimiento y globalización, y sin un sistema que apueste por los individuos, por la educación, el conocimiento, el mérito y capacidad y el capital humano no podremos sostener las políticas sociales que garanticen la igualdad de oportunidades y la justicia social como demandamos desde la izquierda.