sábado, 6 de diciembre de 2014


Por el 6 de diciembre

(y no el 12 de octubre).



Artículo aparecido en "the Huffington Post" el sábado, 6 de diciembre de 2014.

Un año más celebramos el 6 de diciembre, el Día de la Constitución, ajenos a la importancia de la efeméride. Un día desaprovechado que pone en evidencia la más que desafortunada simbología civil de nuestra democracia. El 6 de diciembre podía haber sido nuestro 4 o 14 de julio, pero no fuimos capaces de hacerlo aunque quizás todavía podamos arreglarlo. El 6 de diciembre representa el día en el que todos los deseos y anhelos colectivos democráticos se hicieron realidad. Una fecha, la del 6 de diciembre de 1978, cargada de ilusión, futuro, esperanza, libertad.... Nunca vivimos los españoles un día de mayor ensueño que aquél, los que lo protagonizaron, los que lo recordamos aunque éramos unos niños. Es imposible encontrar otro día con mayor carga simbólica en la España moderna. Por fin vivíamos en democracia y se reconocían las aspiraciones legítimas de todos y todas abriendo un camino que, aunque se sabía que no iba ser sencillo, anticipaba la etapa de mayor prosperidad y libertad de la historia.
Sin embargo, erróneamente, en vez de apostar como referente por el futuro y la convivencia, por la nueva modernidad, elegimos como Fiesta Nacional de España el 12 de octubre, probablemente para evitar herir susceptibilidades en la caverna. Al concentrar los fastos en el 12 de octubre, fiesta cristiano-católica de guardar -la Virgen del Pilar- que coincide con el día en el que Cristóbal Colón desembarcó en América, se emitió un mensaje contradictorio e incluso demoledor sobre el anhelado sueño democrático y constitucional. El 12 de octubre simboliza el pasado y la nostalgia de una España que ya no existe y que nadie o muy pocos añoran. El 12 de octubre es la fiesta de lo que otros proyectaron en el mundo hace siglos, en un momento histórico que nada tiene que ver con el presente.
España necesita celebrar el 6 de diciembre como referencia de futuro, de convivencia en diversidad, de optimismo y, sobre todo, de democracia. Pero no lo hacemos, ni quizás lo sigamos haciendo porque el Gobierno del PP ha anunciado que puede llegar incluso a cambiarlo de día para celebrarse el 5, el 7, o el día que sea para evitar que contribuya a crear un puente. Esa es la confianza que tenemos en nuestro proyecto colectivo.
La España democrática no la logrado construir una simbología que la represente en sus diferentes facetas, ni con sus símbolos identificativos -bandera, himno-, ni con el establecimiento de festividades civiles compartidas y sentidas por todos. Es verdad que venimos de un pasado particularmente gris en este ámbito, y que vivimos en un país sin apenas tradición de símbolos que se identifiquen con la siempre delicada identidad nacional, por decirlo de alguna manera, como la bandera. Pero es que en democracia no hemos sido capaces de lograr ni lo que el Movimiento Nacional y el Nacional-Catolicismo lograron con el 18 de julio como fiesta civil del franquismo.
La inexistencia de una simbología democrática compartida por todos es patente. Un espacio imprescindible e incompleto que debilita la cohesión democrática de nuestras instituciones. Durante la Transición, los que la recordamos, aunque fuéramos niños, nos acordamos de cómo la extrema derecha -lo que quedaba del régimen agonizante, pero que todavía daba mucho miedo- y la derecha en general nunca dejaron de enarbolar la bandera que con un escudo diferente se convertiría a partir de 1978 en constitucional. La derecha sigue haciéndolo en todas sus manifestaciones, prácticamente en exclusiva, y quizás por ello su uso simbólico y colectivo sea el que es salvo cuando juega al fútbol la Roja. Así se comprende que en las grandes concentraciones de la izquierda la bandera casi siempre resulte una rareza.
El fracaso de los símbolos democráticos, de difícil solución el de la bandera -y no digamos ya el del himno- sirve para mostrar la complejidad de nuestro sistema democrático y para poner en evidencia algunos de sus problemas y asignaturas pendientes.
Este hecho se mezcla con otra realidad, la confesionalidad cristiano-católica prácticamente absoluta y omnipresente de la mayoría de celebraciones institucionales, que ya sea por su origen o por una forzada vinculación religiosa casi siempre se celebran acompañadas de una misa católica. El día de la policía -misa en el cuartel por los Santos Ángeles Custodios-, policía foral de Navarra -ídem por el Santo Ángel de la Guarda-, día de la infantería -Inmaculada Concepción- sólo son tres ejemplos entre una casuística prácticamente infinita. Sólo el venido a menos 6 de diciembre tiene un origen laico y civil puro. También somos uno de los pocos países de la Unión Europea en el que el 9 de mayo -el día de Europa- no es festivo.
Es verdad que en la izquierda, al menos la española, no hemos sido nunca demasiado de banderas. Nuestra bandera son los derechos, las instituciones, nuestra patria, las libertades. Pero ello no quiere decir que no tengamos necesidad de poder expresar por algún cauce de vez en cuando nuestro patriotismo progresista.
Un patriotismo progresista en el que, en palabras de Javier Fernández, presidente de Asturias, "la España de los símbolos, los signos y las banderas nos importa menos que la de los hombres y mujeres que trabajan, estudian, que llora o que ríen en ella". Una España en la que debemos sacar partido simbólico y como elemento cohesionador y de progreso a elementos como nuestro idioma común, el castellano, un buen símbolo, que es lo que compartimos y nos proyecta a América y al resto del mundo, y no tanto el descubrimiento y la llamada conquista del 12 de octubre. Es nuestra historia plural y objetiva, el patrimonio cultural, la ciencia o el cine que producimos, o nuestros grandes artistas y escritores como GoyaPicasso o Cervantes, en un país europeo y rico, en el que por fin las diferentes culturas y lenguas españolas conviven libremente en igualdad. Valores del 6 de diciembre y no del 12 de octubre.
Ante este desierto simbólico colectivo se ha dado rienda suelta a los elementos identitarios locales y regionales, casi siempre exacerbándolos, en su mayoría también de origen religioso católico. La vida institucional local y regional se ha hecho asfixiante. Las romerías, procesiones, misas y ofrendas saturan la agenda de la clase política.
Los que somos de izquierda sabemos que las identidades nacionales no son culturales, son el resultado de transacciones políticas, son el resultado de acuerdos políticos, son convenciones, invenciones. Las identidades culturales, las reales, son mucho más complejas, son individuales y también grupales, combinan elementos incatalogables, y cuando una de sus combinaciones se convierte en identidad nacional lo es siempre por la vía de la imposición para los individuos y colectivos que no forman parte del núcleo duro de la misma, generando por tanto alejamiento y desafección.
De nuevo, en palabras de Javier Fernández, "somos menos partidarios de las identidades fuertes que de las identidades múltiples, yo vengo de una tierra en que las identidades se suman, no se restan, pero en un mundo cosmopolita, nosotros construimos nuestra identidad nosotros elegimos nuestra identidad."
Una realidad que constituye un verdadero problema en un país como el nuestro en que todo se politiza y todo sirve para alimentar el enfrentamiento. Una realidad en la que el carácter plurinacional complica la búsqueda de una solución simbólica a esta carencia, como demuestran incluso las cada vez más difíciles relaciones entre el centro y la periferia.
Por todo ello, cuando se reforme la Constitución, que se reformará como propone el PSOE, deberíamos volver a celebrar el referéndum el 6 de diciembre, y convertir esa fecha en la principal y única Fiesta Nacional, la de la convivencia democrática en pluralidad y diversidad. Por una vez tendremos que pensar en el futuro dejando atrás para siempre inútiles aires de grandeza y creencia sobrenaturales impuestas. Celebremos, todos juntos, el porvenir.

lunes, 3 de noviembre de 2014



Apátridas europeos.



Artículo aparecido en "the Huffington Post" el sábado, 18 de octubre de 2014.


Leyendo este verano me topé con Fernando Pessoa, mejor dicho, con su heterónimo Bernardo Soares, y su famosa expresión "mi patria es la lengua portuguesa". Una bonita frase que me hizo reflexionar, y ahí sigo. Así, descartada como patria mi lengua española, y también el inmenso espacio geográfico y cultural en el que vive y vibra con gran energía, o parte de él, y sin apenas dudar, creí que sólo Europa lo puede ser. Pero no cualquier Europa. La Europa que compartimos, soñamos y todavía construimos por encima de las viejas limitaciones nacionales. La Europa de Stefan Zweig, Claudio Magris, W. G. Sebald y tantos otros. Europeos apátridas que han dedicado su vida a reivindicar y poner en valor la gran cultura europea y el saber histórico acumulado en Europa, una tarea que me congratula y con la que me identifico.

Una Europa multilingüe que sólo puede ser cultura y democracia. Democracia, por supuesto, paz, seguridad y estabilidad garantizadas en el propio proceso de integración europeo. Un proceso que no debe abandonar jamás el objetivo último de unión política. La unión de una Europa que es su cultura.

Recorrer Europa es sin duda el mejor ejercicio que se puede recomendar en este tiempo en el que los valores que cohesionan a nuestra sociedad son sistemáticamente abandonados por casi todos, poderes públicos, medios de comunicación, ciudadanos.... La Europa culta, ordenada, la que todavía aprecia el valor inmaterial de los bienes culturales de todo tipo -artes plásticas y escénicas, literatura, cine, música, conservación del patrimonio... contrasta con la zafia realidad que vivimos cotidianamente.

Si recorrer Europa es altamente recomendable -aunque, ciertamente, no todo sea jauja, por supuesto-, en ocasiones el regreso es impactante, como suele escribir Javier Marías al terminar cada verano.

Y es que no se trata sólo del desprecio por la creación cultural en una sociedad materialista y excesivamente inculta. No, se trata de una sociedad en la que sus instituciones, sus gobiernos nacionales, regionales o locales se han volcado política y presupuestariamente en la fabricación de identidades oficiales que son el resultado de transacciones políticas, de acuerdos, y que lógicamente son falsas y artificiales. El nacionalismo, incluso el regionalismo en España, han exagerado la construcción de identidades autonómicas o nacionales diferenciadas hasta tal punto que han generado una nueva categoría de ciudadanos desarraigados, incapaces de identificarse con los esquemas provincianos dominantes. Esas identidades pactadas, diseñadas, han cristalizado en nuevas tradiciones protocolarias y festivas, han primado determinadas expresiones culturales no precisamente vanguardistas -fiestas patronales, barbaridades taurinas-, y han servido para reforzar la confesionalidad de innumerables actos públicos. Por ello, abrazar la patria europea, hacer de su diversidad y riqueza cultural la identidad de uno es, no obstante, un ejercicio irreversible que lo convierte en extraño.

En tiempos de profunda desafección política y con la política, sólo Europa permitirá recuperar a los individuos y colectivos que se sienten desarraigados. Una Europa inclusiva, moderna, tolerante, que desde un federalismo abierto e incluyente permita sentirnos partícipes de un mismo proyecto. Porque somos muchos los que creemos en la ciudadanía como expresión de libertades y derechos públicos y no de identidades oficiales. Ese desarraigo no es sino la expresión, la materialización, de ese sentir que sabe distinguir entre lo individual y lo colectivo, dejando todo lo identitario en la más absoluta intimidad de cada uno.

No se me ocurre una forma mejor de patriotismo que aquel en el que la bandera sean los derechos, las instituciones, las libertades. Una patria europea de identidades múltiples en un mundo cosmopolita en el que cada individuo construye y elige su identidad desde el respeto de la diversidad.

Hoy se rompen los valores europeos porque las élites, o al menos aquellos que nos lideran, han abandonado el cultivo inmaterial cultural para apostar por la acumulación consumista y superficial, la especulación y las burbujas. Un acopio que consideran imprescindible para mantener su estatus frente a las élites de otros lugares en un mundo globalizado. Una acumulación material que en Europa provoca desigualdad, injusticia, inseguridad, la ruptura del pacto social y la pérdida de su sustento cultural. Y sin cultura Europa se deshace. Sin cultura la desigualdad nos derrota, y Europa se vuelve a partir. Unas élites que cuando toman sus decisiones no tienen en cuenta los intereses europeos y la perspectiva europea de integración.
Sin cultura, Europa cae en el peor materialismo. La cultura da forma a la razón. Es más, la cultura es el espíritu de la razón. La creación alimenta el espíritu cultivado. Exige educación, sí, y optar desde la preferencia por los valores inmateriales.

Aunque no es sólo la exhibición consumista. Stefan Zweig nos recuerda en El Mundo de Ayer cómo por su vida han galopado todos los "corceles amarillentos del Apocalipsis, (...) y sobre todo, la peor de todas las pestes, el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea".

También es apátrida europea la abuela Anka de Claudio Magris en Danubio. Y W. G. Sebald, que escribe en Vértigo: "No había nada que deseara más fervientemente que pertenecer a otra nación, o mejor aún, no pertenecer a ninguna". Y tantos más. Y es a ellos a los que hay que seguir, y no a Artur Mas, Alex Salmond o Umberto Bossi, como tampoco a los que defienden la petrificación de los viejos Estados nación.

Nosotros también hemos aportado apátridas europeos de relevancia, Jorge Semprún, Salvador de Madariaga, para los que el exilio, aunque fuera indeseado, los situó en un camino que ahora deberemos emprender voluntariamente. Y antes incluso, desde nuestro país, Ortega y Gasset, sin llegar tan lejos, defendió la necesidad de crear una interpretación española del mundo para superar nuestro retraso utilizando para ello las herramientas que sólo nos da Europa, "la cultura, en términos generales", decía, "y en particular las ciencias creadas desde Europa".

Europa, mi patria, la que había elegido mi corazón, como escribió también Zweig. Europa, que acoge mejor que ninguna otra realidad el better together del referéndum escocés. Europa, sobre cuyas instituciones tanto desconfían los ciudadanos, pero cuya estabilidad y cobijo dan por descontado cuando emprenden irresponsables aventuras.

jueves, 31 de julio de 2014



Reto y ruta para la izquierda.



Artículo aparecido en "Sesión de Control" el miércoles, 30 de julio de 2014.


Lo que la sociedad espera de la política de izquierdas no es sólo una correcta administración desde unos valores ideológicos sino también una redistribución del poder

En estos tiempos turbulentos, la solidez del proyecto político de la izquierda española y europea es imprescindible. Su redefinición debe concentrarse en la recuperación de su credibilidad y rigor superando un periodo en el que la aparentemente infinita bonanza impuso prácticas y mensajes de escaso calado intelectual, más condicionadas por la realidad mediática, por sus ritmos y actores, que por las necesidades políticas ciudadanas, como después bien se ha podido comprobar. El abuso del marketing político y los mensajes prefabricados nos hizo mucho daño.
La exigente realidad obliga también a combinar de otra manera perfiles en los equipos políticos, prestando mayor atención a los factores que dignifican la acción política ante los ciudadanos desde la máxima ejemplaridad pública –mérito, capacidad, formación, intachabilidad-, integrando con habilidad aquellos con carreras largas en el seno de los partidos –y dando salida a los que han agotado sus ciclos políticos o sus oportunidades-, con otros cada vez más numerosos con trayectorias profesionales antes y por supuesto después de la política en el ámbito privado o en la administración. Los primeros gobiernos de Felipe González son un buen ejemplo.
Se acerca un nuevo ciclo económico, y también político, que exige cambios profundos, a todo y a todos, sobre todo a los que quieran sobrevivir, a las formaciones que quieran seguir ahí. A los que son imprescindibles como la izquierda. Sinceramente, no creo que haya otro camino.
Ahora más que nunca la izquierda está obligada a dar ejemplo. También a abrir nuevos cauces de relación con la sociedad eligiendo a sus candidatos a presidir gobiernos o a ser alcaldes mediante primarias abiertas en las que pueda participar cualquier ciudadano y potencial votante. Primarias porque la participación abierta es un fin en sí mismo, un instrumento de legitimación, movilización y de apertura. Y  primarias abiertas en los diferentes niveles políticos o de la administración: Gobierno, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, lo cual exigirá generalizar esta práctica en el seno de los partidos políticos, quizás regulándolo por Ley, y abriendo un camino nuevo prácticamente inédito en que se deberá ir tomando nota de los errores que se produzcan.
Sin duda, una de las cuestiones más delicadas será la de cómo equilibrar y calibrar los resultados de las primarias con las direcciones de los partidos políticos, elegidas democráticamente en sus congresos, a poder ser mediante el voto directo de los militantes como ya ha hecho con carácter histórico el PSOE en su último congreso, y que en nuestro sistema juegan, y deben seguir jugando un papel político fundamental.
La derecha y el populismo conservador, o incluso de extrema derecha con aires urbanos, son los principales rivales de la socialdemocracia. El populismo no puede ser combatido desde su mismo nivel, desde su dimensión, desde el mismo marco de referencia como diría Lakoff. Debe ser respondido con argumentos sólidos, rebatiendo con el peso de la evidencia las falacias que esconde en la práctica totalidad de sus planteamientos populistas o derechistas. Argumentos siempre basados en el individualismo más insolidario -“a mí me iría mejor si…”- o en el victimismo exculpatorio de cualquier responsabilidad propia -“no tengo lo que merezco”, “mira esos recién llegados qué bien les va”…- La izquierda debe argumentar de fondo sus propuestas y respuestas y no hacerlas abusando de la vigilancia de las encuestas, de las opiniones en boga o de las marejadas impuestas por los medios de comunicación.
La potente llamada de atención que realizó Lakoff cuando demostró que la derecha crea e impone marcos de referencia favorables a sus intereses, que llegan a hacer innecesaria cualquier justificación racional del porqué de decisiones que sólo responden a principios ideológicos, está hoy más vigente que nunca y es de rabiosa actualidad. La austeridad expansiva es un buen ejemplo, como las falsas virtudes de las reducciones fiscales para los más ricos, el miedo a la inmigración o la necesidad de desmantelar el Estado de bienestar para volver a crecer. El debate y tormenta de cifras macroeconómicas de este tiempo en el que la recuperación económica es el nuevo eslogan es un buen ejemplo de ello. La desregulación, antes, o las falsas bondades de bajar impuestos a los ricos son también buenos ejemplos.
La socialdemocracia debe ser fiel a sus principios tradicionales, pero debe adaptarlos a la realidad de cada momento. Hoy, los trabajadores, la clase media, las familias que dependen de un salario o dos por cuenta ajena, los pequeños empresarios, los pensionistas, sienten que están perdiendo su posición en la sociedad, su estatus, y se convierten en víctimas fáciles del populismo. Frente al acecho de la ideología vacía, sin respaldo racional e intelectual, los ciudadanos necesitan pruebas claras de lo que la política ha hecho y puede lograr por ellos. En crisis como la actual, cuando los pilares de nuestra sociedad se tambalean, los eslóganes vacíos de la derecha son difíciles de combatir.
Asimismo, cuando la izquierda falla en sus argumentaciones, se cierra a defensiva, o no asume sus errores pasados –lo ocurrido en España entre 2010 y 2011 fue terrible para la principal formación de izquierdas española, ese es su principal lastre-  se fracciona, y lo ocurrido en las elecciones europeas así lo demuestra.
La división, ya sea interna o entre distintas formaciones políticas de izquierda, altera la percepción ciudadana de su capacidad, coherencia y competencia. Esa división afecta con mayor intensidad a las formaciones de izquierda que a los partidos de derechas, que pueden incluso llegar a impostarla para ampliar su espectro ideológico abarcando posiciones aparentemente contradictorias.
Frente al populismo la inteligencia emocional es el complemento imprescindible que necesita el enfoque racional, la aproximación científica a la política que constituye el método tradicional de la izquierda heredera de la ilustración. La izquierda que basa su actuación en la lucha contra la injusticia y la ignorancia. Alfonso Guerra suele definir el socialismo como el ansia de trabajar para que ningún ser humano sea tan poderoso como para someter a un semejante, y que ningún ser humano sea tan débil como para dejarse someter. Lograrlo, exige conocer el estado anímico de los ciudadanos y no sólo sus principales parámetros estadísticos, económicos o sociales. Exige una estrategia y no una consecución de tácticas. Inteligencia emocional, sensaciones, emociones, acompañadas de análisis racional, herramientas, constataciones empíricas y proyectos claros.
La izquierda del siglo XXI debe entender que debe considerar el poder de una manera distinta, con una mayor sofisticación, porque lo que la sociedad espera de la política de izquierdas no es sólo una correcta administración desde unos valores ideológicos sino también una redistribución del poder. Una redistribución del poder en una sociedad ávida de recuperar su impulso democrático y participativo, que exige, como decía antes, unas dosis mínimas de inteligencia emocional para evitar caer en la apatía que provoca la tecnocracia. La izquierda no sólo ha perdido elecciones por el contexto de crisis; no, ha habido otros elementos porque los ciudadanos y ciudadanas saben bien que el crecimiento económico, o la mejora de los salarios incluso, son logros a los que contribuyeron de manera decisiva gobiernos de izquierdas o socialistas y socialdemócratas durante décadas, hechos que sin embargo no han evitaron la posterior derrota en las urnas de gobiernos progresistas.
A pesar de que las cifras macroeconómicas muestran que se acerca cierta recuperación, o que al menos hemos tocado fondo y lo peor ha pasado, hay claras pautas de fondo preocupantes que se imponen por encima de quien gobierne, se reducen los impuestos de los más ricos o de determinadas rentas, los salarios caen, la inversión social y en políticas de crecimiento sigue congelada o en retroceso -y con ello aumenta la desigualdad y se debilita la ya de por sí endeble igualdad de oportunidades de nuestra sociedad-… Otras tendencias o inercias se mantienen: los gigantes bancarios o financieros “demasiado grandes para caer” siguen ahí, y además siguen creciendo y engordando.
Todo ello hace insostenible el crecimiento y la confianza en un futuro mejor, de cohesión y seguridad. Las familias trabajadoras, la clase media –clase media trabajadora-, son el principal motor del crecimiento con su trabajo, su ahorro y consumo, su contribución a la convivencia y cohesión social viviendo en comunidad y sosteniendo y utilizando los servicios públicos básicos, y también como fuente de emprendedores, de innovación y cultura… por su irremplazable aportación al bienestar global.
No tengo ninguna duda de que el ensanchamiento de esa clase social, la clase media o clase media trabajadora, debe ser el objetivo de la política de izquierdas porque es la piedra angular de nuestra sociedad, de nuestro modo de vida europeo, sostenido, basado en valores inmateriales, de nuestra democracia. Un fin que al instrumentarlo exige acabar con la desigualdad, la pobreza y la exclusión, y garantiza la distribución de poder entre los individuos, el refuerzo de la dimensión civil de nuestra sociedad y la igualdad de oportunidades. Un fin que garantiza la convivencia en pluralidad y diversidad que es seña de identidad del progreso y de la izquierda y contra el que se revela la derecha y el populismo.

jueves, 10 de julio de 2014


Prosperidad sin crecimiento.


Artículo aparecido en "Sesión de Control" el jueves, 10 de julio de 2014.

Nuestro país y el mundo han cambiado tanto que desde la izquierda no nos debe asustar buscar y exigir respuestas distintas a los problemas de nuestra democracia. Respuestas que se replanteen casi todo.
Y, probablemente, lo prioritario sea formular una alternativa sólida y consistente de crecimiento sostenible, de desarrollo frente al crecimiento estadístico sin matices, que tome note de los errores y fracasos del último ciclo y que garantice un futuro mejor para las siguientes generaciones.
Desde la crisis económica de la década de los ’70 con frecuencia se acusa a la izquierda de no tener un modelo alternativo de crecimiento, de saber distribuir pero no producir, lo cual no es verdad. Con todo, esa afirmación encuentra eco fácil en la memoria histórica de oposición de los movimientos obreros al capitalismo industrial y a sus consecuencias sociales, o a su manera de comportarse explotando trabajadores, a la naturaleza y en ocasiones a naciones enteras. La historia ha demostrado que las crisis no han desaparecido y que la mejor manera de crecer sosteniblemente es distribuir la riqueza y reforzar la igualdad de oportunidades para garantizar el ejercicio de la libertad en todas sus variantes, también la económica y el emprendimiento. Crecer hoy exige dos elementos irrenunciables: capital humano –conocimiento-, y buenas instituciones.
Un buen ejemplo y definición del nuevo tipo de crecimiento económico que debemos perseguir y que responde mejor a la definición de “desarrollo económico” es la utilizada en la ponencia de la Conferencia Política celebrada por el PSOE en noviembre de 2013:
“Pero para ello es necesario un cambio de rumbo en las políticas públicas para que propicien lo antes posible el desarrollo económico y que dicho crecimiento sea sostenido y duradero, que permita planificar el futuro y crear la confianza necesaria para las generaciones futuras. Que sea equilibrado, tanto con el entorno y el medio ambiente, como en la distribución de la renta, presente y futura, y que palie los desajustes de los ciclos económicos. Que sea integrador, que refuerce la igualdad de oportunidades en todos los ámbitos (educativo, laboral, social…) y a lo largo de todo el ciclo vital -de la infancia a la vejez-; que garantice el acceso de todos y todas en condiciones de igualdad a los servicios esenciales; a favor de la igualdad entre hombres y mujeres, comprometidos con las personas con discapacidad y quienes sufren pobreza y riesgo de exclusión; en definitiva, comprometido con la diversidad, la igualdad y la pluralidad”.
En definitiva un “desarrollo económico equilibrado y sostenible”, porque “las evidencias empíricas demuestran que las sociedades más cohesionadas son las más prósperas y eficaces”.
Es cierto que las pesimistas teorías de los ’70 y ’80 sobre el límite del crecimiento que dieron lugar a interesantes debates y conceptos como el del “crecimiento cero” acuñado por el Club de Roma, han quedado hoy en segundo plano, aunque autores como Tim Jackson han reabierto la cuestión.
Aunque el concepto de crecimiento cero del Club de Roma haya quedado cuando menos aparcado por el intenso crecimiento de las últimas décadas y el avance tecnológico y energético que parecía garantizar una sociedad de rentas altas prácticamente global, la crisis ha vuelto a poner de manifiesto los evidentes límites que existen.
Por ello merece la pena repasar las ideas de Tim Jackson recogidas en su trabajo ‘Prosperidad sin crecimiento’ sobre el dilema del crecimiento.
Jackson sostiene que el crecimiento económico registrado en las últimas décadas es insostenible, tanto porque vivimos en un planeta finito como por el modelo económico dominante. No sólo por razones ecológicas. Así, los recursos pudieron ser reemplazados por tecnología hasta el final del siglo XX, pero ya no es posible seguir haciéndolo. Esta tendencia ha cambiado y las commodities –materias primas- suben de precio. En su opinión en el siglo XXI comprobaremos que las commodities baratas se han acabado para siempre.
Su planteamiento continúa con la afirmación de que el crecimiento ya se había parado antes de la crisis financiera de occidente. La combinación de crisis de crecimiento, inestabilidad financiera, aspiración insostenible a acumular más y más bienes contra deuda y crédito, habría llevado a una situación insostenible, sistémicamente imposible.
Es innegable que el crecimiento aporta infinidad de elementos positivo a la sociedad. El crecimiento es la principal variable explicativa de la mejora de las variables relevantes en los países pobres hasta que alcanzan los 5.000 dólares de renta per cápita, en los que la renta sí marca la pauta del bienestar humano de esas sociedades. Sin embargo, a partir 10.000-15.000 dólares per cápita la correlación se debilita o incluso se invierte en algunos indicadores clave, por ejemplo la esperanza de vida al nacer en el Reino Unido es menor que en Costa Rica.
Jacskon cree en la inestabilidad intrínseca del modelo económico imperante, hecho que oculta el verdadero y profundo dilema, porque el decrecimiento y la crisis son inestables. Así, perseguimos el crecimiento porque no hay nada mejor, porque el decrecimiento es inestable, porque no existe otra alternativa.
Jackson denomina economía del colapso a la búsqueda desenfrenada del aumento de la productividad del trabajo, que si se alcanza provoca efectos sobre todas las demás variables -nivel de empleo, recaudación fiscal, gasto público…-, provocando consecuencias que con cada vez mayor frecuencia son negativas como la deslocalización o el aumento de la desigualdad. Sin embargo, buscamos el crecimiento porque el estancamiento o pérdida de renta es todavía una alternativa peor.
En mi opinión es evidente que la consecución y el soporte de la actividad económica alimentando el consumo contra endeudamiento no implica crecimiento sino un adelantamiento de consumo del futuro al presente. Cuando la carga financiera se vuelve insostenible se acaba produciendo una crisis de endeudamiento como la actual, de la que se tarda en salir porque exige el desapalancamiento de los agentes económicos. Sin embargo, a pesar de las limitaciones físicas y espaciales de nuestro planeta, y de las evidentes debilidades del marco regulatorio y normativo global, de los fallos en gobernanza económica que no han sido corregidos desde que estallara la crisis en 2008, tengo dudas sobre los límites al crecimiento porque soy básicamente optimista respecto a los avances que puedan obtenerse en el futuro como resultado de la evolución tecnológica en todo tipo de ámbitos, campos como el energético, y los que puedan garantizar la mejora constante de la calidad de vida sin extenuar los recursos naturales y el espacio, los dos recursos indiscutiblemente finitos. En este sentido, en cuanto al avance de la tecnología y la disponibilidad futura de ella, quizás soy más optimista.
Crecer es distinto que adelantar consumo contra deuda. Es evidente que el consumo material infinito es insostenible, sin duda una estrategia suicida si se hace contra crédito, como auspició el sistema financiero en el anterior ciclo, y sin que regulador alguno advirtiera a tiempo sobre lo que estaba pasando. Hoy la de deuda acumulada sobre consumo pasado es inmensa, inmobiliaria pero también de otro tipo.
Entre los progresistas, el presidente Bill Clinton se caracterizó por lograr mejorar claramente los indicadores económicos de su país utilizando ese recurso, el crédito para consumo y compra de vivienda, un error. Después, se volvió a demostrar que endeudarse para generar más y mejor capacidad productiva no tiene nada que ve con endeudarse para consumir bienes duraderos como se hizo durante el mandato de Bill Clinton.
Volviendo a Jackson, concluye que para garantizar una economía estable y mejor, y un bienestar humano real sostenido en lo que él llama prosperidad sostenible, hacen falta alcanzar tres grandes objetivos.
En primer lugar es necesario referirse a la idea de prosperidad mejor que a la de crecimiento. Prosperidad es calidad de vida, no sólo es crecimiento material; consumo, es más que ello, es salud social y psicológica, participación en la sociedad, es el arte de vivir bien en un planeta finito. El reto es construir una economía que sirva a ello: empresas, inversión y recursos deben trabajar para lograr ese fin de prosperidad. Así, con empresas que sirvan a la gente, en salud, educación, rehabilitación de vivienda, servicios de mejora vida -ocio, cultura, prestaciones sociales como la dependencia u otros-.
En segundo lugar, entonces, una economía de la prosperidad debe orientar la actividad económica hacia los sectores que no implican acumulación material, que no aumentan el impacto material sobre naturaleza, en general también sectores ricos en empleo como el que antes citaba, el de la dependencia o los servicios entre personas. Sectores con mucho empleo y bajas emisiones perjudiciales para la naturaleza. Ello conduce a invertir con la lógica de inversión sobre un modelo de futuro distinto en los sectores verdes, en energías renovables, transporte público, naturaleza, servicios en empresas dedicadas a la prosperidad.
En tercer lugar, quizás lo mas difícil de conseguir, lo que choca más con la inercia en la que vivimos, Jackson considera imprescindible transformar también la naturaleza del sistema bancario y financiero, y del sistema monetario y financiero por el que se genera el dinero, la oferta monetaria. Jackson considera que la naturaleza del dinero es compleja e inestable -el 90% se genera vía crédito-. Es evidente que el campo de la banca ética, de los otros tipos de créditos, de la inversión cívica, constituyen todavía un campo sin explorar en el que la izquierda debe adentrarse con valentía. No hay que olvidar que John Maynard Keynes (en su obra ‘The general theory of employment, interest and money’) alertó sobre la inestabilidad intrínseca de la economía de mercado hace más de 80 años.
Es interesante detenerse en un último elemento, el que podríamos denominar  macroeconomía sostenible, y en lo que implicaría en materia de oferta de dinero, de crédito y endeudamiento, de fiscalidad. Enfoque de sostenibilidad que puede también utilizarse para analizar otros ámbitos como, por ejemplo, el comercio internacional. Porque, ¿ha existido alguna vez un verdadero comercio justo?
Las conclusiones de Jackson son claras: no cree que exista ni vaya a hacerlo tecnología para garantizar un crecimiento exponencial, considera que no es posible alcanzar los niveles de bienestar occidental en todo el mundo, y que la inestabilidad del sistema económico actual, de la economía, lo hacen inalcanzable.
Esta reflexión, auque genere algunas dudas, sirve para destacar las debilidades estructurales de la economía presente y las consecuencias para el crecimiento y la sostenibilidad a medio plazo de algunas decisiones muy recientes. Por ejemplo, de la austeridad, en un momento en el que la inversión productiva, en innovación o educativa, sufre sus consecuencias mientras se
desvían recursos, que podían ser muy valiosos para converger hacia esa prosperidad a instituciones financieras quizás insostenibles. Todo ello mientras las empresas no consiguen recursos para salir adelante, de ninguna manera, ni sostenible ni insosteniblemente, realidades que demuestran la necesidad de reforzar el papel del Estado, del sector público, y de regular bien.

El crecimiento permite redistribuir renta y distribuir bienes y servicios, satisface necesidades humanas crecientes y mejora calidad vida, creatividad y ocio. El crecimiento facilita la reducción de  las desigualdades y de la pobreza. El desafío del siglo XXI es convertir ese crecimiento en lo que la idea de “desarrollo económico” implica para alinear el desarrollo económico global con los valores y principios de una sociedad democrática con verdadera justicia social.

miércoles, 4 de junio de 2014



Regenerando la izquierda española



Artículo aparecido en "diariocritico.com" el miércoles, 4 de junio de 2014

Hace dos meses presenté "Ser hoy de izquierdas ", un trabajo en el que reflexiono acerca de la hoja de ruta que debe marcar el camino de una socialdemocracia moderna y ejemplar, y también de nuestro país. Tras los resultados de las elecciones europeas del pasado 25 de mayo algunas de mis propuestas se han convertido en algo más que necesidades urgentes. El reto al que nos enfrentamos es muy grande. Como sociedad, tendremos problemas si no somos capaces de superarlo, si no logramos aunar en un esfuerzo de reforma constitucional ejemplaridad, transparencia, contundencia y profundidad en el cambio que la sociedad exige todos los días. Si no lo logramos y no ofrecemos una respuesta clara, junto al resto de demandas sociales que oímos cada día, entonces, ante la dimensión de las incertidumbres y riesgos que nos acechan, es posible que nos veamos abocados a refundar el modelo constitucional con el que nos dotamos en la transición y que nos ha permitido disfrutar -con sus defectos- del periodo de democracia, libertad y prosperidad más prolongado de nuestra historia.Ese es el reto, reformar con profundidad nuestro modelo de convivencia o, quizás, arriesgarnos a la incertidumbre de tener que refundar uno nuevo desde la nada, una vez más, porque como bien se sabe España jamás reformó ninguna constitución. Siempre las derogó y las reemplazó por otras nuevas, y nunca en democracia.


Hasta ahora sólo la izquierda ha sido hasta ahora capaz de ofrecer propuestas y planteamiento concretos de reforma de la Constitución. Una izquierda que, con todo, corre el grave riesgo de desmembrarse en grupos y movimientos sin coordinación inhabilitados para asumir el reto reformista que exige nuestro tiempo. Mientras la izquierda propone -reforma constitucional del PSOE por ejemplo-, la derecha ha optado temerariamente por lo contrario. En el momento en el que los españoles necesitamos reforzar con inteligencia emocional nuestro debilitado proyecto común apelando a argumentos inclusivos, el gobierno, por ejemplo, ha decidido dar un paso atrás brutal y temerario en materia de libertades -ley del aborto, de seguridad ciudadana, etc.-.

La cuestión ya no es sólo cómo resolver la crisis territorial con Cataluña sino como evitar también que la desafección política y el retroceso en libertades acabe debilitando los cimientos de nuestro proyecto constitucional. Un proyecto constitucional que pide a gritos reformas para adaptarse a las profundas transformaciones experimentadas por nuestra sociedad y el mundo en las últimas cuatro décadas.

La izquierda puede y tiene que recuperar el control político de la economía, algo que se ha perdido en los últimos 30 años. La economía ya no depende de la política. Mientras, se avanza en la dirección contraria. La ruta que ha tomado la derecha en España constituye una ruptura del pacto social que acompañó a la Constitución en la que se apuesta por una economía social y de mercado, por la preservación de la igualdad.

Vivimos un tiempo difícil, un tiempo en el que la sociedad exige reacciones y respuestas a la izquierda. Una sociedad que siente como una sensación terrible se apodera de ella, la de perder las históricas conquistas alcanzadas tras siglos de frustraciones, y después de 35 años de construcción democrática entre todos. Conquistas de todos, pero sobre todo de la izquierda, que se nos escapan como arena entre los dedos. Qué gran desilusión ante una derecha que creímos europeizada y que ahora calla mientras contemplamos con estupor como se desmontan no ya los avances de los últimos años, sino los de la década de los 80, como las primeras leyes que nos equipararon a Europa aprobadas hace 30 años y sobre las que existe un amplísimo consenso social.

El objetivo prioritario de la izquierda, la lucha por la igualdad de oportunidades, real, efectiva y en libertad plena es una tarea que exige y exigirá atención permanente durante generaciones. Una tarea que en España es patrimonio de los progresistas en los que reside también el liberalismo que falsamente se cree cobijado bajo las grandes siglas de la derecha. No está ahí en ninguna de sus dimensiones, económica, moral y civil, de concepción social y de libertades -tampoco los llamados libertarios- como demuestra todos los días el gobierno actual.

El proyecto común de los españoles, las normas de convivencia, sigue siendo un espacio de preocupación y una prioridad para la acción política de la izquierda. En la actual crisis territorial las únicas propuestas capaces de resolver la quiebra que se está produciendo entre Cataluña y el resto de España provienen de la izquierda, básicamente de los socialistas, y probablemente sólo desde una gestión responsable por gobiernos de izquierda puedan ser resueltos. La situación es en mi opinión mucho más grave y delicada de lo que la derecha quiere reconocer. Una derecha que se niega a asumir que España será federal o, quizás, no será. Aunque algunos se resistan a verlo, España nunca fue Francia sino una compleja nación de naciones que nunca ha vivido tanto tiempo en democracia como lo ha hecho con la Constitución de 1978, con todos sus defectos, sí, y con su modelo territorial. 

Es mucho lo que necesita la izquierda para estar a la altura porque el conformismo y los automatismos después de décadas de éxitos, los errores políticos y los errores provocados por las inercias organizativas durante décadas, cierto estupor y falta de reacción ante la profundidad y rapidez de los cambios sociales y económicos, lo exigen. Una izquierda que sigue siendo tan necesaria y de tanta actualidad como nunca pero que debe reaccionar.

La sociedad exige a la izquierda soluciones, propuestas, reformas políticas valientes que transformen la sociedad y no se limiten a adaptarla, porque no duda de sus valores. Exige también liderazgos sólidos en tiempos de democracia mediática y de cierto relativismo ideológico, probablemente los éxitos de la maquinaria comunicativa y de propaganda de la derecha que ha logrado transformar los principales marcos de referencia de percepción ciudadana de la política. La política no puede convertirse en marketing, pero tampoco puede obviar las herramientas que se utilizan todos los días para ganar apoyos aunque con frecuencia sean meros instrumentos de manipulación. Hay que saber defenderse, y por ello los ciudadanos cada vez se fijarán más en las personalidades y biografías de los candidatos, y en políticos que sepan abandonar la clásica confrontación entre el "ellos" y el "nosotros", para lograr defender en primera persona el interés público.Los ciudadanos reclaman soluciones,  porque aunque confían en los valores de la izquierda creen menos en sus respuestas. Sin embargo, ello no quiere decir que no haya que hablar de valores, al contrario, se deben recordar permanentemente y el mejor modo de hacerlo es siendo ejemplares, convirtiendo en costumbre una actitud moral de excelencia ejemplar, algo también olvidado con demasiada frecuencia en toda el espectro político, pero con mucha mayor capacidad de destrucción en la izquierda que en la derecha. En Italia, Matteo Renzi ha demostrado como la izquierda puede ganar con claridad aplicando reformas radicales en materia de democracia, partidos políticos, transparencia, lucha contra la corrupción propia y ajena, combinada con una agenda económica y social de izquierdas y realista, no populista ni inalcanzable como la de algunos movimientos de izquierdas que hoy triunfan. 

La desafección, la pérdida de confianza de la ciudadanía en los políticos y en las instituciones democráticas se debe a diferentes razones -crisis económica, corrupción, representatividad, sistema de partidos...- comunes a todo el sistema actual, aunque para la izquierda tiene una causa particular adicional: la falta de confianza en el cumplimiento de las promesas electorales. Nunca más la izquierda debe hacer en el gobierno lo que nunca prometió desde la oposición y durante la campaña que le llevó al poder. Un problema insuperable incluso si se intenta hacer lo que se prometió, como está sucediendo en Francia, pero no se logra. Que la derecha incumpla sus programas es su problema, la izquierda no puede vivir con ello.

Las personas de izquierdas quieren poder votar candidatos competentes y comprometidos, preparados, con personalidad, con experiencia en otros ámbitos, porque quieren que sean parte importante del futuro, del futuro de todos. Por eso también necesitan creer en las propuestas, y contemplar en las mismas un proyecto de vida y convivencia de medio y largo plazo, un proyecto que trasmita seguridad y sensación de mejora, y que sea capaz de construir instituciones y políticas que les sirvan durante toda su vida. Propuestas, también, que sean lo contrario del gris e incluso siniestro proyecto social de desigualdad de la derecha española. Propuestas que permitan también, como siempre, fraguar consensos sobre las normas básicas de convivencia con las fuerzas conservadoras democráticas, pero desde planteamientos justos e igualitarios y no para avalar una vez más viejos status quo. El sueño del progreso es de la izquierda, y sin él la izquierda está perdida.

miércoles, 28 de mayo de 2014




Europa y la Socialdemocracia.



Artículo aparecido en "Sesión de control" el miércoles, 28 de mayo de 2014.

Hoy, todavía, Europa es lo más parecido que hay a la socialdemocracia . Incluso, Europa es socialdemocracia. Se podría replicar que la construcción europea fue un éxito conjunto de democristianos y socialdemócratas, con los primeros al frente de más gobiernos durante las décadas iniciales de postguerra. Pero no es menos cierto que aquellos viejos cristianodemócratas, humanistas democráticos con sentimiento social, han sido reemplazados por agrios conservadores hijos de la revolución neoconservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y que cuentan con nuevos amigos en su propio seno o a su derecha, ya sean viejos y siniestros conocidos europeos como hemos visto en Grecia, y como estamos viendo crecer mucho en Francia o los Países Bajos, o una derecha fundamentalista y ultraconservadora a imagen de la que en Estados Unidos se autodenomina ‘tea party’.
Una derecha que la profunda crisis económica y social que estamos viviendo está poniendo en evidencia, demostrando lo poco tiene que ver con la que contribuyó a construir el estado del bienestar europeo. Mientras, por contra, la socialdemocracia sigue manteniendo intactos los principios y valores de entonces, convertida, como decía Tony Judt, en la prosa de la política europea contemporánea, lo cual constituye su principal problema, su éxito sin épica.
La combinación de crisis económica y supuesta crisis de la socialdemocracia nos obliga a responder con valentía. La izquierda no supo reaccionar con determinación a la crisis financiera de 2008. Esta crisis ofrece la oportunidad de quitarnos de encima las complicadas y vacuas definiciones acuñadas por la ‘tercera vía’ de Tony Blair en su intento de construir un pensamiento progresista compatible con la desregulación financiera y con la globalización en un marco neoliberal. Un camino que sólo sirvió para distribuir, y hacerlo de esa manera, la riqueza creada en unos años de prosperidad insostenible.
Vivimos tiempos de crisis social, de pérdida de calidad de vida y bienestar, de voladura controlada del sistema de igualdad de oportunidades que tanto costó construir, de abandono de la sanidad y educación públicas, de paro desbocado. Tiempos de inseguridad e incertidumbre en los que a pesar del indecente espectáculo protagonizado por el sistema financiero y sus gestores, los mercados han logrado imponer políticas sin debate democrático alguno con el fin de rescatar al sector financiero del desastre provocado por la desregulación que antes logró imponer.
Las consecuencias de esta crisis demuestran que nunca como en estos años había estado la política tan sometida a los intereses económicos de unos pocos. Este sometimiento ha provocado la mayor crisis de la construcción europea desde su creación porque Europa es justamente lo contrario: el sometimiento de la economía a un fin político, la convivencia democrática en libertad bajo nuestro modelo de bienestar social. Tras la Segunda Guerra Mundial Europa puso la economía –el carbón y el acero primero, el mercado común después, el euro…- al servicio de un gran sueño. Y esta crisis provocada por la desregulación ha puesto todos los sueños políticos, ciudadanos y de convivencia al servicio de un paradigma económico injusto e insostenible.
La combinación de crisis económica y una derecha más alejada que nunca de los valores humanistas de la ilustración, como apunta Tzvetan Todorov, ofrece una oportunidad irrepetible a la izquierda europea para construir una alternativa creíble. Un inmenso reto porque en la práctica, salvo honrosas excepciones, socialdemocracia sólo ha habido en Europa. Pero las cosas han cambiado también fuera de Europa, y mucho.
Dany Rodrik en su famosa paradoja que ya hemos citado varias veces señala la imposibilidad de conciliar tres elementos: democracia, soberanía nacional y globalización, teniendo que optar como máximo por dos. Democracia y soberanía llevan al aislamiento y la autarquía. Soberanía y globalización a ¿China? Si apostamos por la primera y la última, democracia y globalización, debemos convertir esta globalización en el campo natural de actuación de nuestra imperfecta Europa, reubicando en Europa la soberanía perdida por el Estado nación.
Esa alternativa exige, no obstante, tomarse en serio de una vez por todas el proyecto de construcción europea, y hacerlo tomando decisiones que lo transformen. Hay que asumir que una Europa de 28 miembros –pronto serán más- puede conducir rápidamente a un proceso de geometría variable en el que sólo unos pocos Estados profundicen en todo aquello imprescindible para volver a poner la economía al servicio de los ciudadanos.
En el ámbito económico, la Unión Europea, y más aún los países que conforman el euro, debe ser capaz de cerrar el deficiente diseño de lo que sólo es una unión monetaria. La unión fiscal y la unión bancaria ya en marcha deben tener un contenido diferente al que hasta ahora la derecha ha avalado desde su tutela permanente. Hace falta una armonización fiscal con impuestos y tipos marginales equiparables, un mecanismo de mutualización y solidaridad financiera y de la deuda como en cualquier unión federal –eurobonos, Tesoro, un presupuesto europeo eficaz y transparente, recursos propios, tasa sobre transacciones financieras…-, un BCE comprometido con el crecimiento y el empleo, y una regulación y supervisión bancaria con garantías también mutualizadas, tanto para la resolución de entidades fallidas como para los depósitos.
Y probablemente también, abrir el debate a nuevos espacios como el de las políticas que un presupuesto federal europeo debería financiar desde el principio de solidaridad, y en qué cuantía, o por ejemplo el talento –capital humano y tecnológico- y los elementos que garanticen la competitividad en todo el territorio comunitario. Porque del mismo modo que el sur, por ejemplo, necesita la credibilidad tomada prestada del norte para sostener sus finanzas, el norte necesita el inmenso mercado mediterráneo para soportar su industria y sistema productivo.
La política económica de dimensión europea está obligada a concentrar sus esfuerzos en educación e I+D+i, política industrial y energética, y a hacerlo desde la doble perspectiva de la sostenibilidad, tanto social como medioambiental. Exactamente lo contrario de lo que la derecha española y europea está eligiendo como camino, sin competir “hacia abajo” sino peleando para garantizar el éxito de nuestro modelo de sociedad “hacia arriba”.
El Parlamento Europeo debe ser la sede del control político de todas las políticas comunes. Ese es el camino para dar respuesta a las dudas de muchos como Daniel Innerarity , que denuncia con razón que la integración europea es un proyecto liderado y modulado por las élites sociales, políticas y económicas europeas con un sesgo tecnocrático excesivo y que eso no puede seguir siendo así. Innerarity cree que es inconcebible una política europea que haga frente a los inmensos retos que hoy afrontamos y que permita salir de la profunda crisis en la que estamos, sin el respaldo explícito de la población europea, de la ciudadanía.
La izquierda sólo cuenta con una única formación política organizada a escala europea, el Partido de los Socialistas Europeos. Los socialistas tenemos que convertirlo en un verdadero partido político. Un partido que sirva de referencia para la amplia panoplia de partidos de izquierdas con escasa o ninguna articulación a escala europea, y que al mismo tiempo se vuelque en la propuesta de políticas de dimensión europea destinadas a impulsar el crecimiento y el empleo, reducir las desigualdades y desequilibrios económicos, sociales y regionales, y convertir el modelo social europeo en seña de identidad y garantía de éxito y competitividad. Unos objetivos complementados asumiendo la inevitabilidad de las propuestas socialdemócratas en lo fiscal –unión fiscal, eurobonos-, falta avanzar por la vía de los ingresos, y financiero –unión bancaria, incompleta-, y reivindicando que la estructura de bienestar social europea debe comunitarizarse.
Claro que en lo social se debe amarrar antes, con mayor solidez que la presente, un compromiso común de la izquierda respecto a lo que debe ser una verdadera unión social. Un compromiso imprescindible que defina los elementos básicos que hagan de Europa la región más poderosa en bienestar, igualdad de oportunidades, dignidad vital, de manera compatible con la excelencia de sus empresas que son las que generan la riqueza sobre la que todo se sustenta como hemos logrado en las sociedades escandinavas, por ejemplo.
Algo sigue fallando cuando la solidaridad se defiende preferentemente para los nacionales de un mismo país. Sin duda la percepción de ciudadanía común europea, de pertenencia a un mismo espacio, de compartir un origen y un destino, todavía deben desarrollarse mucho más.
En lo social, la falta de proyecto común izquierda europea, las políticas de “empobrecer al vecino” -’beggar thy neighbourg’, en el inglés original-, se practican con excesiva frecuencia en el seno de la Unión Europea debido a las imperfecciones institucionales existentes y a la supremacía de valores conservadores. Y también debido a la hegemonía de los marcos de referencia de la derecha que culpabilizan al sur de todos sus problemas, sean o no los responsables de los mismos.
A partir de 2014 hay que ir más lejos de lo que han propuesto durante la legislatura europea 2009-2014 el Partido Socialista Europeo (PES) y el grupo Socialistas y Demócratas (S&D) en el Parlamento Europeo para salir de la crisis, crecer y hacer frente al austericidio al que nos obliga una derecha ya sin argumentos. Pero atenuar o acabar con la austeridad, sin más, no implicará crecer como ya hemos argumentado. El crecimiento retornará cuando nuestra economía produzca de nuevo bienes y servicios competitivos utilizando los recursos ociosos existentes y los que se generen invirtiendo y a través de la educación, de la I+D+i, aumentando el potencial de crecimiento. Una economía sustentada en empresas sólidas e innovadoras con un nuevo énfasis industrial. Crecer exige ser competitivo a escala global.
La construcción del Estado de bienestar se fundamentó en el crecimiento, y ese debe volver a ser el objetivo de la izquierda, crecer, defender un modelo propio que priorice el concepto de desarrollo económico frente a la cruda idea de crecimiento sin más, sin atender a sus limitaciones y consecuencias. Un modelo claro, que asuma un entorno con retos estructurales como la globalización, el desempleo post-burbuja inmobiliaria con escasa formación, el endeudamiento o el envejecimiento de la población, elementos que exigen propuestas valientes.
A escala global, sólo Europa puede salir de la crisis por una senda progresista que conduzca a un futuro, o cuando menos a un nuevo ciclo económico, de crecimiento y mayor cohesión social y bienestar, que luche contra el aumento de la desigualdad. Si no se logra establecer un paradigma común norte-sur socialdemócrata, dentro y fuera del euro, será difícil reforzar el papel político que la izquierda pueda desempeñar en el próximo doble ciclo económico y político, no sólo en Europa sino también en el resto del mundo.
En el ámbito institucional la izquierda debe ser la vanguardia que confronte y detenga la resaca soberanista que amenaza Europa, y que exige la renacionalización de políticas hoy comunitarias o la generalización del intergubernamentalismo. Para ello es necesario reformar sus instituciones para dotarlas de verdadera esencia democrática y de capacidad de control ciudadano, oponiéndonos a su vez a cualquier retroceso. No tiene sentido debilitar permanentemente el procedimiento comunitario –la unión bancaria en su apartado de resolución, por ejemplo, en el Consejo Europeo de diciembre de 2013- o suspender Schengen cada vez que se organiza una cumbre financiera en una ciudad importante como ocurrió en Barcelona en abril de 2012 -las libertades fundamentales europeas no deben ser condicionales-.
La derecha ha impuesto que los acuerdos alcanzados en el Consejo entre gobiernos –intergubernamentalmente- eclipsen el trabajo de la Comisión Europea y condicionen en exceso la capacidad del Parlamento Europeo para participar en las mismas a través del procedimiento de codecisión. Todo ello debilita el ya de por sí limitado sistema de garantías democráticas del proceso de toma de decisiones de la Unión. La situación es casi crítica porque si no se lograr dotar de contenido político perceptible por los ciudadanos el trabajo diario del Parlamento Europeo, y si los ciudadanos siguen expresando su voluntad política principal en las elecciones a unos Parlamentos nacionales cada vez menos capaces de seguir y participar en el debate europeo, el futuro de Europa, en un futuro no muy lejano, quizá converja hacia una unión o alianza de Estados de tipo confederal frente al objetivo federal que hoy la sustenta.
La izquierda europea debe también luchar al unísono para seguir profundizando en la construcción de la ciudadanía europea, explicando con claridad en que consiste. Una vez más, sin percepción real y objetiva de lo que representa, carecerá de relevancia y tangibilidad política. La ciudadanía europea es una necesidad perentoria en una sociedad multiidentitaria de vocación laica en la que cada uno tiene derecho a sentir muchas cosas a la vez. Hay tanto por hacer, por ejemplo, Europa debe garantizar la última instancia judicial no sólo en derechos y libertades fundamentales como hace ahora en la institución hermana de la Unión, el Consejo de Europa en Estrasburgo, sino también en derechos económicos y sociales. Probablemente, tengamos que aligerar y superar nuestros problemas lingüísticos priorizando el inglés como segunda lengua comunitaria y vía de comunicación común.
La socialdemocracia tiene que lograr que su actuación en Europa sea coherente con los objetivos últimos de construcción de una Europa federal, de una verdadera unión política con todas sus consecuencias, como un servicio exterior y un ejército europeo donde se comparta, básicamente, todo. La construcción de una Europa unida y el sueño socialdemócrata de una sociedad democrática, justa y próspera han sido los motores políticos de nuestros últimos cien años.  Europa será socialdemócrata o no será.
(Este artículo sobre “Europa, austeridad y nuevo rumbo”  se desarrolla en el capítulo 11 de ‘Ser Hoy de izquierdas)



lunes, 5 de mayo de 2014




Patriotismo progresista


Artículo aparecido en "Sesión de control" el domingo, 4 de mayo de 2014.

Quizás algún día se pueda abordar la cuestión de los símbolos democráticos fallidos, como el himno o la bandera, sin duda de difícil resolución.
La crisis económica que vivimos y las crisis que como consecuencia de la misma se han abierto, en lo social, o se han ampliado y reanimado, en lo territorial, y generan pesimismo sobre nuestro futuro y desafección con nuestro sistema político e institucional.
Hoy somos conscientes de los logros acumulados y consolidados en los ya más de 35 años de democracia, pero también de los errores y elementos que deben ser corregidos. Uno de esos espacios imprescindibles incompletos es, por ejemplo, el de la simbología democrática.
La España democrática no la logrado construir una simbología que la represente en sus diferentes facetas, ni con sus símbolos identificativos -bandera, himno-, ni con el establecimiento de festividades civiles compartidas y sentidas por todos. Es verdad que venimos de un pasado particularmente gris en este ámbito, y que vivimos en un país sin tradición de símbolos que se identifiquen con la identidad nacional, por decirlo de alguna manera, como la bandera. Pero es que en democracia no hemos sido capaces de lograr ni lo que el Movimiento Nacional y el Nacional-Catolicismo lograron con el 18 de julio como fiesta “civil” del franquismo.
Durante la Transición, los que la recordamos aunque fuéramos niños, recordamos cómo la extrema derecha y lo que quedaba del régimen agonizante pero que todavía daba mucho miedo, y la derecha en general, nunca dejaron de enarbolar la bandera que con un escudo diferente después se convertiría en constitucional. Una bandera contra la que crecimos y que en el imaginario colectivo competía y sigue compitiendo con la tricolor republicana, bandera que sigue simbolizando idealistamente la injusta y dura derrota de aquel gran sueño democrático.
Bandera, la nacional, que compitió en buena parte de España durante la Transición con el resto de banderas españolas, sobre todo la ikurriña y la senyera. Banderas que el mismo régimen persiguió y cuya normalización en la Transición provocó mucho más entusiasmo en los nacionalistas, e incluso en la izquierda, que el continuista cambio de escudo consecuencia de las cesiones de ambas partes en el consenso constitucional. La bandera de la Europa Unida, incluso, nos ha servido y mucho.
Pues bien, esa realidad se ha transmitido a la siguiente generación hasta el punto de que solamente el deporte, en especial el fútbol y las victorias de la selección española han logrado verdaderas exhibiciones masivas colectivas de la bandera constitucional. Hoy todavía la derecha se envuelve en la bandera nacional, con o sin escudo, incluso con algún águila bicéfala, para acudir a sus convocatorias, no importa que sean manifestaciones a favor de un modelo específico de familia y contra el matrimonio de personas del mismo sexo, en contra del aborto, protestas de todo tipo contra gobiernos de izquierda, o para celebrar las victorias electorales del Partido Popular. No importa lo que les convoque a los ciudadanos de derechas, ahí van con la bandera. Así se comprende que en las grandes concentraciones de la izquierda, por ejemplo contra las reformas laborales, en contra de la guerra de Irak o en apoyo de determinadas huelgas, la bandera brille por su ausencia, y no digamos en las Comunidades Autónomas en las que existen fuertes sentimientos identitarios. Y no digamos ya el himno, cuyo problema es que no tiene letra y que tampoco se cambió en la Transición.
Un fracaso el de los símbolos de difícil solución, y sirve para mostrar la complejidad de nuestro sistema democrático y para poner en evidencia algunos de sus problemas y asignaturas pendientes.
La mitología civil de nuestra democracia tampoco ha sido muy afortunada Elegimos concentrar los fastos el 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar que coincide con el de llegada de Cristóbal Colón a América, un guiño al pasado y a la nostalgia de una España que ya no existe y que nadie o muy pocos añoran, lo que otra España proyectó en el mundo en un momento histórico que nada tiene que ver con el presente, y en cualquier caso no una referencia de futuro de convivencia y democracia como es el 6 de diciembre. Un 6 de diciembre que el gobierno del PP ya ha anunciado que puede llegar incluso a cambiar de día para y celebrarse el 5, el 8, o el día que sea para evitar que contribuya a crear un puente.
Este hecho se mezcla con otra realidad, la confesionalidad cristiano católica prácticamente absoluta y omnipresente de las celebraciones institucionales. Hay infinidad de ejemplos.
Ante este desierto simbólico colectivo los ciudadanos se han refugiado en los elementos identitarios locales y regionales, exacerbándolos casi siempre, la mayoría también de origen cristiano-católico.
Cierto es también que en la izquierda, al menos la española, no hemos sido nunca demasiado de banderas, que nuestra bandera son los derechos, las instituciones, y nuestra patria las libertades . Pero ello no quiere decir que no tengamos necesidad de poder expresar por algún cauce de vez en cuando nuestro patriotismo progresista.
Un patriotismo progresista en el que, en palabras de Javier Fernández, presidente de Asturias, “la España de los símbolos, los signos y las banderas nos importa menos que la de los hombres y mujeres que trabajan, estudian, que llora o que ríen en ella”. Una España en la que debemos sacar partido simbólico y como elemento cohesionador y de progreso a elementos como nuestro idioma común, el castellano, un buen símbolo, que es lo que compartimos y nos proyecta a América y al resto del mundo, es eso y no tanto el descubrimiento y la llamada conquista del 12 de octubre.
Es nuestra historia plural y objetiva, el patrimonio cultural, la ciencia o el cine que producimos, o nuestros grandes artistas y escritores como Goya, Picasso o Cervantes, en un país europeo y rico, en el que las diferentes culturas y lenguas españolas conviven como acostumbra a recordarme el diputado por Girona del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) Alex Sáez Jubero, porque la lengua materna de muchos españoles no es el castellano. Es nuestra diversidad como identidad estratégica para afrontar el futuro. De nuevo, en palabras de Javier Fernández: “somos menos partidarios (los socialistas) de las identidades fuertes que de las identidades múltiples, yo vengo de una tierra en que las identidades se suman, no se restan, pero en un mundo cosmopolita, nosotros construimos nuestra identidad nosotros elegimos nuestra identidad”.
Una realidad que constituye un verdadero problema en un país como el nuestro en el que todo se politiza y todo sirve para alimentar el enfrentamiento. Una realidad en la que el carácter plurinacional complica la búsqueda de una solución simbólica a esta carencia, como demuestran incluso las cada vez más difíciles relaciones entre el centro y la periferia en palabras de Josep Ramoneda.
El patriotismo progresista puede ser interpretado como una versión o un aspecto del republicanismo cívico de Philip Petit que, como apunta José Andrés Torres Mora, explica quiénes somos –la izquierda- políticamente, destacando la importancia de tener una idea de Estado, algo fundamental en la izquierda y a lo que no siempre ha prestado la atención suficiente, porque la izquierda hunde sus raíces en el discurso económico, la redistribución, la trayectoria del socialismo democrático y la construcción del estado del bienestar.
Un Estado en el que desde la izquierda se debe defender la idea de no dominación, entendiendo el ejercicio de libertad como el de esa no dominación, con el fin de desplegar instituciones capaces de explotar al máximo el potencial de una ciudadanía cada vez más crítica y diversa para lograr también como objetivo socialdemócrata centrar el discurso económico en un espacio nuevo, el de un proyecto económico claro alternativo al de la derecha basado en ideas como la de la predistribución como garantía de una asignación justa antes de la intervención correctora de los poderes públicos –en lo que sería la redistribución-.
La identidad política de la izquierda, su patriotismo, es la del valor público, las instituciones públicas, los derechos y libertades que garantiza el Estado de Derecho, es Europa.
España es un país con una gran diversidad. Desde esa diversidad debemos seguir construyendo una idea de ciudadanía como expresión de libertades y derechos públicos, de orgullo patriótico por nuestras instituciones desde el nivel local hasta el europeo y en el futuro también a escala global, y nunca de identidades oficiales. Un patriotismo progresista que, quizás, algún día pueda abordar la cuestión de los símbolos democráticos fallidos, sin duda de difícil resolución.

(La idea de "Patriotismo progresista" se desarrolla en el capítulo 6 de mi libro, 'Ser hoy de izquierdas')